miércoles, 3 de febrero de 2010

Noche. Oscuridad. La luna como tercera letra del alfabeto. La lluvia ha dejado pulida la negrura. Luces se reflejan como joyas titilando. Hay estrellas allá por donde el paisaje se acuesta sobre el horizonte. El cielo ha caído horizontal sobre Managua. El alma se me estruja de azul. Veo un lago de lágrimas desde el valle Ticomo. Los árboles sin luz desaparecen. Se queda ciego el verdor. Se calla. Una rokonola se lamente a lo lejos. No sé dónde empieza su canción y dónde el viento. Mi casa es un barco navegando en las olas del aire. En lo alto del mástil yo vigilo mi silencio interior. Hace días que mi risa anda de viaje. A ratos pienso que mi alma se marchó y que mi cuerpo sigue sus rutinas a pura fuerza de la costumbre. El agua cae en la mañana. El pelo chorreando. La ropa. Pero no conozco el rostro del espejo. No le brillan los ojos. Ni canta. Sobre todo no espera. La incansable no aparece en el reflejo del mercurio. Es el silencio el que me mira. Una extraña mujer con un Rictus. ¿Será que la que era se ha marchado para siempre dejándome en el infierno de la desazón? Imagino un viaje al precipicio de la luna. Al borde esbelto desde el que se avizoran las heladas planicies jamás calentadas por el sol. Noche. Oscuridad. ¿Qué sacrificar para que vuelva el sol? ¿Habrá que revolver los empolvados catalejos, afinar las lentes para vislumbrar de nuevo visiones amables? Dulce tenacidad ésta de creer en golondrinas que regresan a los balcones. Pero vuelven los pájaros. Los días se repiten. Se extingue la noche y sus burbujas negras. De nuevo se perfilan los volcanes frente a mi ventana. Me alzaré chileneando hasta el café y el vivir. Hasta que otra vez la luz se venga a pique y repita mi piel los ciclos del naufragio y la redención.

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